EL PAIS, España . JAVIER SAMPEDRO. 30 MAR 2020 – Un antiguo jefe me escribía el otro día: “Me empieza a cabrear tanta insistencia en que los viejos somos los que nos morimos. ¡Ya lo sabemos!”. Tanto él como su pareja han cruzado la línea roja de los 75, y leen las noticias desde un ángulo
EL PAIS, España . JAVIER SAMPEDRO. 30 MAR 2020 –
Un antiguo jefe me escribía el otro día: “Me empieza a cabrear tanta insistencia en que los viejos somos los que nos morimos. ¡Ya lo sabemos!”. Tanto él como su pareja han cruzado la línea roja de los 75, y leen las noticias desde un ángulo comprensiblemente distinto del que usa un joven, que en algún rincón inconfesable de su mente se sentirá aliviado por no estar en la edad de riesgo.
En la misma línea argumental, no podemos evitar que la muerte de personas jóvenes y sanas, por pocas que sean, nos produzca un choque emocional mayor que las víctimas más comunes del coronavirus.
Hemos conocido algunos casos en estos días. Un bebé en Wuhan, otro en Chicago, un chico de Lisboa, cuatro sanitarios en España, incluida una médica de 28 años. Son muertes improbables según las estadísticas, lo que no las hace menos dolorosas que las probables, y algunas pueden estar relacionadas con patologías previas. Los números nos siguen indicando que los fallecidos tienen una media de edad de 69 años, y los infectados graves que sobreviven, de 52. Los casos de personas jóvenes son estadísticamente marginales, por cruel que resulte decirlo. Hay un sentido, sin embargo, en que estos raros casos pueden estimular la investigación sobre el virus.
En un inesperado giro de guion, vamos a dedicar un párrafo a otro virus. Hace tres semanas, el cocinero Adam Castillejo reveló en The New York Times que él era el “paciente de Londres”, ya un clásico de la literatura científica. Es una de las dos personas del planeta que se ha curado del sida mediante un trasplante de médula. No lo recibió por el sida, sino porque tenía una leucemia mortal. Pero su caso, junto al de Timothy Ray Brown, el “paciente de Berlín”, indican que la clave está en las personas concretas que donaron su médula. Un pequeño porcentaje de la población nace con una mutación del receptor celular que normalmente abre la puerta al virus que ha perdido la llave de la puerta. El experimento más escandaloso de los últimos años consistió justo en inactivar ese gen en dos niñas chinas para protegerlas del VIH.
Un pequeño porcentaje de la población nace con una mutación del receptor celular que normalmente abre la puerta al virus que ha perdido la llave de la puerta.
El coronavirus también es susceptible a este enfoque. El receptor celular es otro (ACE2 en vez de CCR5), pero el nuevo virus tiene la misma necesidad que el antiguo de reconocerlo para que le abra, de forma traidora y candorosa, la puerta de las células humanas. Algunos de los nodos de la genómica mundial, entre ellos el Instituto Broad del MIT, la Facultad de Medicina del Mount Sinaí, la célebre firma islandesa deCODE Genetics, Goeroge Church de Harvard y la Universidad de Siena han pedido ya voluntarios en medio planeta para investigar si las variaciones congénitas de ese traidor están relacionadas con la distinta respuesta de cada persona al coronavirus. Quizá haya ahí una estrategia terapéutica como la que ha curado a Adam Castillejo.
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